Sartre vino a enseñarnos que somos responsables en tanto que
individuos. A pesar de vivir la sociedad de masas, una sociedad donde somos
números, estadísticas, modas, corrientes de opinión, escaños, población activa,
productivos o no, seguimos siendo individuos. A pesar de que nuestro dinero
esté en los grandes bancos y nuestro trabajo dependa de ellos –aun siendo
autónomo o empresario, dependemos de ellos- seguimos siendo individuos, con una
autonomía de la voluntad y unos derechos reconocidos que podemos y debemos
ejercer.
La responsabilidad individual, para producir efecto, ha de
ejercerse colectivamente: un grupo de individuos han de realizar una acción
para producir un efecto. El individuo podrá realizar una acción individual desligada
de un colectivo; difícilmente logrará el objetivo propuesto, pero servirá para
calmar su conciencia. Este último caso son las limosnas, por poner un ejemplo.
La entrega de una limosna no erradicará la pobreza, pero el individuo pensará
que está aportando algo, aunque en realidad acalla su conciencia.
El problema de los actos colectivos es que el ser humano, en
su gregarismo, tiende a elegir líderes –ya para protegerse de ellos mismos o
para gobernarles, dependiendo del autor-. Aún en democracia, son difíciles las
respuestas colectivas efectivas: a pesar del clima de crispación e indignación
ciudadana con los partidos tradicionales, han sido estos los que han vuelto a
ganar las recientes elecciones autonómicas.
Volvamos, sin embargo, a la enseñanza sartriana: “somos
responsables en tanto que individuos”. Sobre nosotros recae una responsabilidad
por disfrutar de una autonomía y una libertad. Hay que tener en cuenta que los
movimientos sociales existen en tanto una serie de individuos realizan una
serie de acciones. Estas acciones suelen ser prolongadas cuando son tutorizadas
por algún poder –económico, político- y espontáneas cuando provienen del mismo
seno de la ciudadanía.
Hay muchas formas de recoger ese sentir ciudadano para
convertirlo en corriente de opinión: formando partidos políticos, asociaciones
de carácter cívico, ateneos, grupos de debate… Esto es, no obstante, algo muy
general, y me gustaría concretar una de estas opciones que se nos da como
individuo como motor del cambio: la libertad económica, y dentro de ella, la de
consumo.
Efectivamente, podemos consumir lo que nos plazca y cuanto
nos plazca: solamente la ley, que procura mantenernos alejados de ciertas
sustancias que en sociedad se consideran que atentan contra la moral y el orden
público y nuestra capacidad pecuniaria, nuestro dinero, vamos.
Es necesario, para mejorar la sociedad, consumir con ética.
El concepto hedonista y egoísta que prevalece ahora mismo en nuestra s
sociedades nos lleva a descuidar algo tan importante como es el concepto de
trabajo y esfuerzo humano, y su justa retribución. Solo nos importamos
nosotros.
Esto no es simple retórica ni un brindis al sol; puede
concretarse en la imagen actual de Apple, la compañía de la manzanita, de
empresa moderna, innovadora y todo un ejemplo para nuestros futuros
empresarios. Hay que reconocer que la firma de Palo Alto tiene cierto
romanticismo: un hippy y un estudiante de ingeniería comienzan a crear
ordenadores en su propia casa sin apenas financiación con la idea de hacer que
los ordenadores sean accesibles a todo el público, tanto en precio como
permitiendo una navegación intuitiva. Lo que siguió después –y no quiero
pararme en la actitud de Jobs en los ochenta- ya no es tan utópico o soñador:
las denuncias por atentar contra el medio ambiente y el trato que reciben los
empleados de Foxconn, empresa encargada de ensamblar numerosos dispositivos
Apple, que incumplen las normativas laborales a unos niveles que en Europa
creíamos relegados a los cuentos de Dickens. Animo al lector a que se informe,
aunque la información es escasísima, relegada a medios especializados,
periódicos locales o una breve reseña en medios generalistas.
Apple, de esta forma, obtiene unos beneficios ingentes. ¿Qué
podemos hacer frente a Apple? Directamente, no consumir sus productos. Si no es
por conciencia de que esos trabajadores están siendo degradados en su dignidad,
también habría que considerar si esto no es competencia desleal hacia las
empresas que fabrican sus productos acorde a las normativas laborales y
seguridad. Si esto no se castiga, tanto cívica como legalmente, otras empresas
seguirán el ejemplo de Apple. ¿Tiene consecuencias para el trabajador europeo o
estadounidense, sindicado y con condiciones de trabajo aceptables? Desde luego.
El fantasma de la descentralización está ahí, y los que llaman a la
competitividad, también. Para atraer inversión extranjera, han de relajarse las
condiciones laborales, que viene a ser en España la gran solución para estos
problemas.
El ejemplo de Apple es extensible a todos los campos de la
ética: ¿Es ético que alguien gane dinero exhibiendo el fracaso de la LOGSE en
Gandía Shore? ¿El resto de empresas y compañías que usan la descentralización
de empresas con esos fines deben de ser premiadas?
Volviendo a Sartre y dejando a Jobs, tenemos esa
responsabilidad en tanto individuos. Muchas de estas injusticias no serán
conocidas, y puede que aun conociéndolas –el caso de la explotación de los
cafeteros en África- ni se nos ocurra oponernos a ellas. ¿Quién puede, con los
sueldos actuales, pagarse los productos de comercio justo? Sin embargo, por
algo hay que comenzar a limpiar nuestra conciencia. Y no comprar un producto de
semejante precio, sabiendo lo que conlleva, limpiará por lo menos nuestra conciencia.
Y si todos limpiásemos nuestra conciencia de esta forma, a lo mejor, Apple
cambiaba su política.